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Una habitación.
Una superficie para circular libremente.
Un lecho de reposo para recostarse,
una silla para estar cómodo y trabajar,
una mesa para trabajar.
Estantes para acondicionar cada cosa en su lugar.

Sin ello, se crea un ambiente de completa ociosidad que desmoraliza
y se opone a la disciplina, obteniéndose como conclusión,
la No - readaptación del individuo, con perturbaciones en el régimen interno.
El trabajo y el cansancio son poco propicios
para desarrollar la imaginación y exacerbar las pasiones.

Ciudadanos normales pueden convertirse en torturadores.
Entrenándolos en un entorno rígido y completamente controlado,
bajo la influencia de recompensas o castigos, sometiéndolos a una fuerte presión grupal
o haciendo que la propia supervivencia dependa de su adaptación
a un entorno en el que deben torturar.

Merino describe el modo en que, con el tiempo, llegó a ver a su torturador como una persona atractiva y la combinación entre privación, miedo y pequeñas atenciones [como un cigarrillo, una chocolatina, o una celda más cómoda] no tardaron en socavar su resistencia.

Jean Amery [1980] describió, en Más allá de la culpa y la expiación, su propio tormento,
diciendo que la tortura reduce al ser humano a un cuerpo que grita.
El paso más complejo, por último, más allá de la intencionalidad y el propósito, consiste en establecer la motivación, es decir, las razones intrapsíquicas
y sociológicas que llevan a una persona a torturar a otra. Estas teorías se agrupan, grosso modo, en dos paradigmas diferentes.

Uno de ellos es de tipo ambiental y afirma que, dadas las condiciones
y circunstancias adecuadas, cualquier persona puede convertirse en perpetrador [Zimbardo, 2007 y 2008], mientras que el otro, de corte más individualista, considera que existen determinados rasgos cognitivos y de personalidad que permiten entender las razones que llevan a ciertas personas –y no a otras- a convertirse en perpetradores.
Hans. 2018
Hans. Detalle. 2018